miércoles, 4 de mayo de 2011

Me declaro infeliz

Nunca falta algún ilustrado que hace comparaciones actualizadas sobre los diferentes niveles de violencia entre México y otras ciudades o países y llegan a la feliz conclusión de que podríamos estar peor. Valiente lío.
Se la pasan diciendo que Washington D.C., Nueva Orleans, Río de Janeiro, Iraq y Afganistán ya quisieran estar como México. Que los niveles de violencia en el país son mínimos comparados con estas apoteosis del exterminio sistemático de vidas en el mundo. Que si bien es cierto que el índice de asesinatos por cada cien mil habitantes se ha más que duplicado del 2008 al 2010, en realidad nos falta mucho para alcanzar niveles preocupantes de violencia… ¡Ándale pues!
En realidad ése es el problema: el incremento vertiginoso de la violencia en nuestro querido México. Hace algunos años no había fosas clandestinas, ni descabezados, ni descuartizados. Y si los había, eran una rareza, más que el común denominador de la violencia. Si uno compara números pelones, pues es posible que hasta acabe uno declarando loco al poeta por su coherente, desesperado y en extremo respetable esfuerzo para cambiar las cosas. Pero por ahí no va.
Reflexionemos. La violencia en el país hace alta y peligrosamente tolerable a la sociedad mexicana de conductas barbáricas y, lo que es peor, la acostumbra poco a poco a resignarse ante la evidente y generalizada falta de justicia: denunciar un pariente desparecido en el norte de la república no es recomendado por las propias autoridades, por la seguridad de la familia del desaparecido. A los muertos de la guerra contra el narco, el único acto de justicia que se les hace es enterrarlos.
Los niños mexicanos son las principales víctimas de esta espiral creciente de violencia institucionalizada. No hace mucho, los niños se la pasaban preocupándose por cosas banales, como si su equipo iba a ganar el campeonato de fútbol, o el subcampeonato en caso de irle al Cruz Azul. Veían caricaturas, jugaban con los amiguitos de la cuadra y algunos ya tenían que trabajar en la calle. Ahora, todos, sin excepción, consideran a la violencia como un aspecto cotidiano de su vida. Sin darse cuenta, la han integrado a su devenir y eso es más preocupante que cualquier otra estadística seria al respecto. En lugar de que la niñez mexicana se convierta en un garantizado guardián del futuro de la incipiente democracia mexicana, se transforma potencialmente en su peor enemigo al razonar que los conflictos se resuelven a punta de madrazos y que la democracia en realidad sirve para dos cosas: para nada y para lo mismo.
Pero el aspecto más importante de la manifestación generalizada y plena de la violencia es la erosión del Estado mexicano. Conforme el Estado oficial pierde el monopolio del uso legítimo de la violencia, el contrato social entre el gobierno y la sociedad pierde validez, se desmorona. Si antes uno pagaba impuestos para garantizar el funcionamiento y protección del gobierno ante la violencia ilegítima, pues ahora uno sigue pagando impuestos, pero no hay manera de ser protegido por el Estado mexicano ante cualquier amenaza o injusticia.
Uno en realidad queda en manos de dios. Lo cual no estaría tan mal, si no es porque uno también paga impuestos al narco, que se empieza a comportar como Estado. Los pagos se hacen más a la de fuerzas que a la de ganas bajo la forma de extorsiones, secuestros, asesinatos, incrementos de acciones criminales en las ciudades y en las carreteras, impartición generalizada de injusticia, altos niveles de corrupción de las autoridades, irrupción perjudicial en la actividad económica y en la vida política, etc. Al narco nomás le falta emitir pasaportes, de ahí en adelante, ya se comporta como Estado. El otro Estado mexicano, el que debería ser legítimo a todas luces, empieza a desvanecerse en la oscuridad del miedo de la ciudadanía. La sociedad mexicana, en los hechos, para sobrevivir, se ve obligada a pactar con los poseedores reales del uso de la violencia: el narco y el gobierno mexicano.
No sé si usted, apreciable lector,  pague impuestos para que le digan: “Ah, pero eso sí, en esta guerra va a haber muchos muertos a tu alrededor para protegerte de los que te quieren hacer daño y en un descuido te toca a ti… bajo advertencia no hay engaño.” Si alguien es feliz en un país que ya se acerca a los cuarenta mil muertos en una guerra que se va perdiendo un día a la vez, pues que dé un paso adelante. Yo no, yo pago impuestos para ser feliz. Y seré feliz en la medida de que ese dinero se use en mi persona, en mi comunidad, en mi ciudad, en mi país. No en balas, persecuciones letales, violaciones sistemáticas de derechos humanos y una galopante corrupción e impunidad de ciertos sectores gubernamentales, ni en intentos banales para que los ciudadanos norteamericanos dejen de drogarse. Bajo estas circunstancias, con mucho gusto me declaro infeliz.
Dr. Cano 

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