En la actualidad la problemática del crimen organizado y la mal llamada ‘guerra’ contra el narcotráfico se encuentra en boca y oídos de muchos. Todos tratan de encontrar culpables al problema. Sin embargo, no es algo que se pueda imputar a alguien simplemente. Los debates han ido y venido desde la esfera local, nacional e internacional; así como desde las diversas áreas gubernamentales: seguridad, salud, educación, por mencionar algunas.
Hace unas semanas un suceso marcó el inicio de un nuevo modelo de combate. El asesinato del agente migratorio Jaime Zapata en territorio mexicano dejó en claro una pauta que para Estados Unidos había sido difícil de asimilar. El tráfico de armas ha sido desde el inicio del conflicto un punto en discusión de los dos países involucrados. Felipe Calderón ha puesto un gran ímpetu en que la problemática del crimen organizado no podrá resolverse en su totalidad, si por parte de Estados Unidos no se aplica una regulación más exigente a la compra y traspaso de armas desde su territorio. ¿Por qué?, por el sencillo hecho de que al momento en que las bandas del crimen organizado pueden armarse con equipamiento del mismo calibre que el Ejército, las posibilidades tanto de policías federales, estatales como municipales de cumplir con su misión de garantizar la seguridad de la ciudadanía queda fuera de discusión.
Meses antes al homicidio de Zapata, el debate sobre las armas en Estados Unidos no iba más allá de las regulaciones y permisos para adquirir un arma de alto calibre. Esto debido a que en la segunda enmienda se atribuye a los ciudadanos estadounidenses el derecho a poseer armas para su seguridad personal. Posterior a este suceso, quedó en evidencia lo que por tanto tiempo se le criticó al país vecino. El arma con que se realizó el homicidio, así como muchas otras con las que se ha privado la vida a miles de mexicanos, tenía su origen en los Estados Unidos, más específicamente en Texas. Las reacciones no se hicieron esperar, y en la reciente junta entre Obama y Calderón en Washington a principios de mes, el caso de éste agente migratorio ocupo parte en la mesa. Se reafirmó entonces la disposición de ambos países a resolver el problema, detener el flujo de armas sería una responsabilidad compartida y de alta prioridad para erradicar al crimen organizado. Sin embargo, sólo días después de este confortable discurso, salió a relucir un hecho que sacudió las pocas esperanzas de progreso en el problema de las armas. La operación “rápido y furioso” consistía en el libre traspaso de armas de grueso calibre a territorio mexicano con la finalidad de poder seguir y ubicar la cadena de contrabando, así como la captura de pequeños y grandes líderes de los cárteles de la droga.
La operación se liga pues, a una realidad que se enfrenta desde los Estados Unidos; invariablemente del respeto que se tiene hacia el Estado mexicano -que bien se sabe poco por la hipocresía con la que se tratan nuestros representantes. La problemática de la frontera recae en los agentes aduanales, que desde la perspectiva estadounidense son muy pocos para la cantidad de funciones que se les imputan, sin mencionar que la contratación se ha complicado tanto por motivos de inseguridad como de evasión a la corrupción. Pero a pesar de todo esto, no es sólo esa condición, para la mayoría de los estadounidenses el problema radica en que los agentes no pueden portar armas en suelo mexicano. La propuesta con la que salió entonces Calderón de Washington no fue en pos de una mejor y más severa regulación en el traspaso de las armas, es una propuesta para que en México la legislación cambie. Permitiendo de esta manera que agentes migratorios norteamericanos tengan derecho a portar armas en territorio mexicano.
Luego de ver esto me pregunto –y dejando de lado la cuestión de la soberanía nacional que incurrir en ese tema me llevaría a centrarme en otro debate-, ¿cómo es esto posible? Si a claras luces vemos que el problema no radica en que los mexicanos seamos violentos o criminales, la cuestión está dirigida con obvia razón a que debe fortalecerse la vigilancia fronteriza para evitar que las armas sigan armando delincuentes. Que a pesar de que nos juegan en discurso algo que en realidad no vemos sino todo lo contrario me sorprende aún más que nuestros líderes se mantengan sumisos y complacientes. La realidad es obvia, la operación debió generar causas más enojo que gusto… sin embargo, por más que fracasó y fue una clara burla al Estado mexicano, no se ven ni a leguas las furiosas reacciones que debieran esperarse.
Diego A. Martínez
Lic. en Ciencia Política y Administración Pública
Universidad de Monterrey
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