No tengo la menor duda de que actualmente enfrentamos situaciones más difíciles a las que enfrentaron nuestros padres. La juventud hoy en día se enfrenta a una sociedad en la que la cultura del consumismo los presiona a definirse en base a lo que tienen, no en lo que valen. Una sociedad en dónde la familia ha pasado a un nivel inferior en el proceso de socialización dejando por delante las amistades y la educación. Un sistema laboral exigente y competitivo, para el que la mayoría de los jóvenes no están preparados a causa de una educación deficiente. Un estilo de vida más cercano a la supervivencia que al goce que es el vivir. Una sociedad que acepta la existencia de trabajos mediocres, cuya inmensa mayoría se encuentran en la ilegalidad. Todo lo anterior, aunado al hecho de que el crimen organizado se ha convertido en una oportunidad tangible, fácil y rápida para salir de la dura realidad.
Es por esto –entre otras razones-, que estamos viviendo un ambiente de inseguridad y descomposición social. El pensamiento de “el fin justifica los medios” en la juventud los ha encaminado a involucrarse en el delito, incluso en el del crimen organizado. La ambición de ser reconocidos por lo que tienen, sentir que se tiene un ‘control’ en sus vidas, disfrutar una vida de placeres y goces indistintamente del tiempo que dure, son promociones llamativas al lado de una realidad cada vez más complicada. Por tal motivo, dejan de estudiar pues para el ilícito no lo necesitan, se aíslan de su entorno para lograr sus objetivos a toda costa, actúan instintivamente buscando el placer inmediato. Son, en resumidas cuentas agentes corrompedores de la estabilidad social. A un grado tal, que se ha comenzado a discutir en el Gobierno del Estado de Nuevo León algo que ya se ha hecho en otros países con este problema: reducir la edad penal. Se discuten nuevas sanciones para los jóvenes involucrados con el crimen organizado; castigos más severos, así como la reducción de la edad para encerrarlos en la cárcel.
El gran problema que tendrá esta propuesta, no radica en la aplicación; sino más bien en su aceptación por la ciudadanía. Por un lado se aceptará por el hartazgo que se tiene a la situación de inseguridad en que se vive. Por el otro, el rechazo será para todos los niveles, desde el punto en que la impunidad y la corrupción dentro del sistema judicial provoca el encarcelamiento de muchos inocentes; como la realidad que se vive dentro de las prisiones o tutelares; pues en lugar de ser centros de rehabilitación y facilitadores de una buena reinserción a la sociedad, se han convertido en pequeñas escuelas para crimen entre los jóvenes.
No podemos negar pues que son necesarias las medidas correctivas a las conductas de las que hoy somos víctimas. Sin embargo, el Estado no debe apostar en un cien por ciento a estas acciones, debe también considerar políticas preventivas del delito, así como trabajar de manera más consciente de las causas del problema que hoy nos aquejan. El caso de los jóvenes debe servirnos de ejemplo. Son víctimas de un sistema que no les da mejores opciones para vivir, pero al mismo tiempo son victimarios de las personas a quienes cometen los delitos. Debemos ver el todo para poder juzgar, ¿son ellos los únicos que deben ser modificados? Yo creo que no.
Diego A. Martínez
Lic. en Ciencia Política y Administración Pública
Universidad de Monterrey
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