jueves, 3 de febrero de 2011

Un secreto a voces

Una característica muy peculiar del perfil de un narcotraficante es la actitud de filántropos que a algunos les da por escoger. Es bien sabido que en sus tiempos, Pablo Escobar apoyó a muchas comunidades con escuelas, carreteras y hospitales en respuesta al poco apoyo que recibían del gobierno colombiano. De alguna manera, esta conducta se ha arraigado en el actuar de numerosos narcotraficantes mexicanos, siendo de esta manera reconocidos y hasta cierto punto queridos por la comunidad que apoyan. Ya que satisfacían necesidades que el gobierno no atendía.

Una declaración de la Arquidiócesis mexicana llamó mi atención la semana pasada. Un escrito publicado en un semanario titulado “Desde la Fe” acusaba de irracionales los ataques a la sociedad provenientes de las bandas del narcotráfico y se preguntaban qué parte de la sociedad no se ha visto involucrada con el crimen organizado. Ciertamente no pretendo actuar como la Arquidiócesis buscando culpables en cualquier lugar, o bien criticando las acciones producto de las necesidades de la sociedad mexicana. El presente artículo busca revisar una situación que sobresale en el escrito mencionado con anterioridad, el abierto reconocimiento de una relación de colaboración entre “algunos ambientes religiosos” con las bandas del crimen organizado.

Este tipo de acciones no son algo nuevo, si bien era un secreto a voces, el que ahora se aceptara públicamente abre la posibilidad a un interesante análisis de trasfondo. Es sabido que la religión católica está arraigada de manera muy profunda en la cultura mexicana, y como mexicanos, los narcotraficantes no son una excepción. Si bien la moralidad no se encuentra reflejada en sus acciones, es importante mencionar de palabras de Sandra Ávila (“La Reina del Pacífico”) que para el narcotraficante cada rancho debe tener su capilla, y lo más importante que permanezca aseada y hasta con flores. No sabría a ciencia cierta explicar el por qué de tal posición, sin embargo, pareciera ser una rama importante del gran misterio que envuelve a la cultura del narcotráfico.

De alguna forma encuentro una interesante similitud entre la Iglesia y el Estado mexicano. La razón por la cual los sacerdotes en comunidades marginadas estén expuestos a recibir donativos del crimen organizado, habla de una clara incapacidad de la Iglesia por vigilar la impartición de la religión, asegurar a los sacerdotes condiciones idóneas para realizar su trabajo, entre otras de sus obligaciones. Algo similar a lo que le sucede al Estado mexicano, que debería garantizar un trabajo digno, una buena salud, buena alimentación, educación de calidad, un buen ambiente para desarrollarse como persona, entre otros tantos; que por motivos de prioridades, intereses particulares e incapacidades se ha visto limitado en la atención de muchas de estas necesidades de la sociedad. Por tanto, como instituciones ambos tienen sus respectivos defectos y virtudes. Sin embargo, entre el crimen organizado, la Iglesita y el Estado mexicano pareciera que el primero les llevase considerable ventaja.

            Ante tal situación me pregunto, ¿se habrá de juzgar cual cómplices del crimen organizado a quiénes acepten sus donativos? Puesto que por un lado para muchos, este tipo de acciones son una salvación que no verían de otra manera, para el resto, son acciones que fortalecen el acuerdo intangible entre narcotráfico y sociedad, permitiendo dar continuidad a la esfera de violencia, corrupción e impunidad en la que hoy en día nos hemos enfrascado.

Diego A. Martínez
Lic. en Ciencia Política y Administración Pública
Universidad de Monterrey

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